El Mal
domingo, 3 de octubre de 2010
Por Víctor Gómez Pin
En septiembre de 1991 Umberto Bossi anunciaba la creación de la "República de Padania independiente y soberana". Las regiones septentrionales recubiertas por el nombre de Padania no tenían lengua común que hubiera que defender frente a la primacía del italiano, ni excesivo vínculo cultural e histórico que las singularizara en el seno de Italia. Tampoco lo necesitaban, pues el programa se sustentaba simplemente en el rechazo. Rechazo a la unidad interterritorial que vinculaba el Norte a un Mezzogiorno al que Bossi se refería como indigente e intrínsecamente parasitario. De ahí la actitud de distancia frente a la causa padana manifestada entonces en partidos nacionalistas que, con mayor o menor retórica, reivindicaban idearios de izquierda. Simplemente en aquellos años la relación de fuerzas imperante en el mundo no permitía todavía (aunque ya se había iniciado el camino) que la reivindicación de la libertad de pueblos y culturas se sustentara en el repudio impúdico de comunidades menos favorecidas por el modelo de civilización fabril y el desarrollo capitalista. Gigantescos pasos se han dado desde entonces.
El político sueco Jimmie Aakesson ha convencido a casi un 6% de sus compatriotas de que las ayudas sociales están siendo acaparadas por parásitos procedentes de la inmigración, particularmente musulmana, lo que privaría a los laboriosos suecos de adecuada protección. Recuperando los contenidos del "nuestro pueblo primero", lema del Bloque Flamenco ilegalizado en 2004 por su carácter xenófobo, el NVA, victorioso en las últimas elecciones belgas, además de la estigmatización de inmigrantes tiene como objetivo prioritario el liberar a Flandes del indeseable vínculo con la Valonia sureña, denunciada por el carácter parasitario de su economía. Hace unas semanas en un gran diario barcelonés el directivo de una consultoría económica madrileña, defensor de un "federalismo competitivo", tras afirmar que "en el sur hay quien se pasa la tarde jugando tranquilamente al dominó gracias al subsidio del Estado", reducía el problema catalán al hecho de que "las masivas transferencias de renta al sur son hoy injustas". Sin duda se curaba en salud precisando que no estaba "diciendo que los andaluces y los extremeños sean unos holgazanes".
Obviamente, 20 años atrás, programas políticos de este cuño y declaraciones tan impúdicas hubieran sido de inmediato objeto de repudio. Hoy no lo son, en razón de que la gestión del prejuicio y el resentimiento se ha convertido en un expediente trivial de la confrontación política. Por ceñirme a nuestro país, la relación entre quienes se sienten españoles y quienes se sienten ante todo catalanes, envenenada por columnistas de Madrid que tildan a Montilla de "charnego acomplejado" y lacayo de los nacionalistas, tiene contrapunto en una cronista barcelonesa que se refiere a Cataluña como a la "vaca que todo el mundo ordeña", víctima de "los vampiros que nos rondan". Y a la par que el concepto de España vuelve en ciertos periódicos a adoptar connotaciones que siempre dieron miedo al propio pueblo español, en los discursos de ciertos políticos catalanes se intercalan declaraciones despectivas que efectivamente aluden a los trabajadores del campo andaluz como parásitos subvencionados de los que conviene despegarse, por ser una rémora en la lucha por abrirse paso en la brutal competición que hoy enfrenta a individuos, culturas, lenguas, y naciones (con Estado y sin Estado).
En un artículo de opinión publicado hace unos meses, Carme Chacón y Felipe González lamentaban la proliferación de reivindicaciones económicas por parte de regiones septentrionales, que calificaban de "groseras" y contraponían a una tradición progresista. El argumento sería más convincente si los autores abordaran las causas de que ello sea así, y que no son otras que la imposibilidad de que el sistema económico-político universalmente imperante posibilite la menor sombra de fraternidad entre pueblos.
Aquí mismo he evocado alguna vez con nostalgia los tiempos en que el Norte, a través de los ojos lúcidamente militantes del Visconti de La Terra Trema, se acercaba al Mezzogiorno de los trabajadores de un pueblecito pesquero, a fin de denunciar las razones contingentes de su postración económica, reivindicando la dignidad en la confrontación de aquellos hombres con la naturaleza, y mostrando en los rasgos de su vida cotidiana el espejo de una profunda civilización. Simplemente el gran Visconti se aproximaba al sur con mirada abierta y fraterna, y ello en razón de que tal mirada constituía un corolario del sistema de valores que entonces regía y que marcaba la concepción de los lazos entre pueblos e individuos.
Para desgracia de todos ese fantasma de fraternidad que recorría Europa ha sido reemplazado por un nuevo espectro: el del miedo, la conservación a cualquier precio y repudio de todo aquel que, desde la perspectiva de los pretendidos logros propios, ofrezca imagen de indigencia. Fantasma de derrota de las aspiraciones a la dignidad y a la libertad inherentes a la naturaleza humana; fantasma, en suma, del Mal.
A este fétido estado de cosas no se escapa con sermones ni buenos sentimientos. Habrá fraternidad entre pueblos cuando la máxima subjetiva de la acción política vuelva a incluir objetivos de universal liberación, cuando la causa del hombre (abstracta si no plantea las condiciones sociales de posibilidad de realización de la naturaleza humana) vuelva a ser simplemente la causa final.
Víctor Gómez Pin es catedrático de la Universidad Autónoma de Barcelona.Publicado hoy en EL PAIS
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